Las etiquetas son para la ropa
Actualmente vivimos bajo las influencias de las etiquetas que nos ponen los demás y/o nosotros mismos. Sintiendo, de este modo, la necesidad de disponer de una calificación que nos identifique en cuanto a nuestro carácter, ideología, sentimientos, emociones… ¿hasta qué punto pueden afectarnos estos calificativos que se imponen como definitorios de la esencia de la persona?
Como psicóloga, me enfrento continuamente a pacientes que acuden a consulta esperando un diagnóstico cerrado, es decir, una valoración psicológica que, en la mayoría de los casos, se acaba convirtiendo en una etiqueta interiorizada.
Hoy en día y, desafortunadamente, existen muchas personas que asisten a terapia y se presentan a sí mismos con sus etiquetas: “soy esquizofrénico/a”, “tengo TDAH” “soy obsesivo/a-compulsivo/a”, “tengo depresión”… justificando, de este equívoco modo, su conducta en función de la etiqueta, llegando a integrarla como autoconcepto de su propio ser, olvidándose muchas veces, incluso, de presentarse con su nombre.
El ser humano, desde el inicio de las primeras sociedades, ha tenido y tiene la necesidad de conceptuar las acciones de los demás; lo que experimentamos; lo que sentimos… para así sentirse ubicados en un grupo concreto. De este modo se llega a la categorización social, haciendo que nos olvidemos de observarnos, de fijarnos en los estímulos que estamos recibiendo, de cómo interpretamos estos últimos y de cómo, finalmente, esta interpretación afecta a nuestro estado de ánimo de forma única y personal. Todo ello, sin necesidad de asociarlo a un concepto específico ni de encasillarnos en una etiqueta abstracta.
Por todos los profesionales del sector de la salud mental es bien sabido que las categorías diagnósticas son útiles para comunicarnos entre profesionales y constituyen, de igual modo, una guía en nuestro trabajo, pero hay que evitar darle un mal uso, nunca olvidando que la complejidad de cada persona no puede reducirse a un simple término.
Haridian I. Suárez (Psicóloga en Amifp)